¿Celebrar la vida o celebrar la muerte?

Soy de esas personas a las que no les gusta Halloween. La verdad es que no sé si somos muchos o pocos, pero tampoco me preocupa demasiado.

Es curioso ver cómo esta celebración norteamericana se ha ido introduciendo en nuestra sociedad poco a poco hasta el punto de convertirse en algo de lo más natural. Si hace veinte años nos hubiesen contado que llegaría a ser algo tan ordinario (a veces en todas sus acepciones) como celebrar Fin de Año, no lo habríamos creído.

Los de mi generación conocíamos esta fiesta gracias a las películas norteamericanas, especialmente por los films de terror de factoría estadounidense, de variada casquería y ensangrentadas motosierras. Y nos parecía algo tan yanqui, y ajeno, como el tío Sam, el 4 de julio o el Día de Acción de Gracias. Hoy es motivo de celebración en colegios, salas de fiestas, programas de radio y televisión, comercios y restaurantes, etc. Es difícil no verse sumergido en su tétrico ambiente vayas donde vayas. Incluso en pueblos pequeños ya es normal encontrarse, en esta fecha, a grupos de niños disfrazados de matarifes y pastelerías con dulces que imitan miembros amputados u órganos extirpados.

¿A qué se debe el éxito de esta truculenta tradición norteamericana en países como el nuestro?

No cabe duda de que se juntan, al menos, dos ingredientes poderosos: la maquinaria comercial estadounidense, que constituye una potente correa de transmisión del american way of life, y la muerte, uno de los grandes misterios al que nos enfrentamos los seres humanos. Añadan a la receta la lógica consumista y el carácter no confesional de la fiesta de Halloween y parece que la ecuación sale.

Dicen los antropólogos que cuando tomamos conciencia de la realidad de la muerte se produce en nosotros un shock existencial, un punto de inflexión, que hace que la vida cambie completamente su significado. Ya nada vuelve a ser igual porque nos damos cuenta de que todo lo que vivimos no volverá; cada momento adquiere valor porque es único. La vida se nos revela finita y la instintiva visión cíclica que poseemos en los primeros años de la infancia se desvanece al descubrir que mis seres más queridos morirán, y que yo, también, algún día dejaré de existir.

Hay muchas formas de relativizar la muerte; y no todas suponen, ni mucho menos, una creencia en el más allá o en Dios (una cosa no implica necesariamente la otra). Pero relativizar tampoco significa, necesariamente, ser cínico o frivolizar y no tomarse el asunto en serio. Lo que parece claro es que nuestra manera de enfrentarnos existencialmente (no en teoría) a experiencias relacionadas con la muerte determina nuestra manera de estar en la vida. El Satiricón nos narra con toda claridad un ritual común en los opulentos banquetes que celebraban las clases altas de la antigua Roma (ritual que parece que también debió de darse entre egipcios y griegos): la exhibición ante los comensales de la figura de un esqueleto humano, fabricado con el mayor realismo posible, mientras el anfitrión proclamaba lo efímero de nuestra existencia y les urgía al disfrute. Esta teatralización ayudaba a grabar con más fuerza en su interior una manera de concebir la muerte y, en consecuencia, una manera de entender la vida.

Washington Irving, que contribuyó a configurar, sin saberlo, dos de los imaginarios más potentes que los estadounidenses han exportado (Papá Noel y Halloween), merecería ser nombrado patrón del marketing. Dudo mucho que nadie haya sido capaz de crear hasta ahora productos de mayor éxito. En cualquier caso, lo que está fuera de duda es su genialidad literaria. Y, también, que estos productos han evolucionado incorporando muchos elementos. En Halloween ha cristalizado una manera de entender la muerte unida al terror, al miedo, a la angustia, a la violencia, a lo morboso… en resumen: a la iniquidad.

¿Por qué celebrar Halloween? ¿porque resulta divertido disfrazarse para asustar, contar historias de miedo, salir de fiesta y reírse de los propios miedos? Creo, en mi humilde opinión, que si solo fuera eso, Halloween no habría tenido tanto éxito. En Halloween subyace una manera de concebir la muerte, tal y como he mencionado. De ahí la fuerza de atracción de su simbolismo; como la que ejercía el esqueleto de madera de El Satiricón. La cuestión es si esa concepción implícita de la muerte (y, no lo olvidemos, de la vida) que contribuye a grabar en nuestro interior Halloween ayuda a crecer en humanidad.

Ucrania, Putin y Shostakóvich

Celia Llácer dirigiendo la Orquesta JOECOM en el Auditorio Nacional de Música en febrero de 2022

¿Quién duda del poder de la música para alcanzar lo más íntimo que hay en el ser humano?

Como cualquier persona civilizada presencio con dolor los horrores de una guerra que parecía imposible que pudiera producirse en la Europa del siglo XXI. No soy tan ingenuo como para creer que las guerras son algo que pertenecen al pasado. Los conflictos armados, muchos convertidos en «guerras olvidadas», lamentablemente son una constante que desangran muchas partes del mundo y que engordan las arcas de la industria armamentística. Los tiempos de paz en la historia de la Humanidad han sido breves y la paz, aunque la sana costumbre de disfrutarla nos puede hacer creer lo contrario, es frágil.

El tremendo trauma que supuso la II Guerra Mundial para Europa generó en nuestras viejas naciones suficientes anticuerpos frente al virus de la guerra que las aquejó durante siglos. Quizás por eso mismo no estábamos, desde todos los puntos de vista, preparados para lo que el presidente ruso, Vladimir Putin, un ex agente de los servicios secretos de la antigua Unión Soviética, llevaba tiempo planeando sobre Ucrania. Ahora la frialdad ya no adjetiva a la guerra, sino al astuto dirigente ruso adiestrado desde joven para alcanzar los objetivos que sean sin descartar ningún medio para ello. Putin tiene claro lo que quiere, Europa no tiene claro cómo hacerle frente. Esa es nuestra debilidad y él lo sabe. Y mientras tanto, en Ucrania la gente es masacrada. Pero una vez desatado el Leviatán de la guerra solo hay un desenlace seguro: un rastro de horror, odio, dolor, muerte y sufrimiento que llevará mucho tiempo borrar.

El pasado domingo, 27 de febrero, tuve la suerte de asistir al Concierto Cáritas 2022 celebrado en el Auditorio Nacional de Música de Madrid, concierto benéfico organizado por la Asociación de Colegios Mayores de Madrid y la Joven Orquesta de Estudiantes y Colegios Mayores (JOECOM) en favor de Cáritas. La recaudación y las donaciones del concierto están destinadas a la ayuda que ofrece Cáritas diocesana de Madrid a familias necesitadas cuya situación se ha agravado a causa de la pandemia. Sin embargo, las consecuencias de la invasión rusa a Ucrania estuvieron también muy presentes en el ánimo de todos, muy especialmente en el de los representantes de Cáritas que desde hace tiempo están creando redes de colaboración con las Cáritas de Polonia y Ucrania, entre otras.

Quiso la fortuna que la segunda parte del concierto estuviera dedicada a la Suite para orquesta de variedades de Dmitri Shostakóvich, famoso compositor ruso considerado, según las circunstancias, como patriota o traidor por los jerarcas soviéticos. Shostakóvich: un ruso que sufrió la invasión alemana de su país y cuyas obras expresan bien esa fuerza que tiene la música para concitar y aunar emociones. La misma fuerza que, de manera magistral, fue capaz de transmitir la joven directora de orquesta Celia Llácer Carbonell durante todo el concierto y, de manera muy especial, en la asombrosa interpretación que de la Suite llevó a cabo en esa segunda parte. La compacta unidad musical creada por la orquesta generó en el público asistente, realmente variopinto y heterogéneo, un vínculo común. Buscara donde buscara el oído, todo le conducía a una corriente melódica coherente que invitaba a dejarse llevar. El nivel al que Celia Llácer llevó a la orquesta universitaria y cómo logró conectar a través de ella con el público resultó verdaderamente inaudito. Personalmente, nunca había presenciado nada semejante. Y a juzgar por la reacción del público, no fui el único: un auditorio de más de 1.600 personas le dedicó, puesto en pie, una ovación final que duró varios minutos. Estamos, sin duda, ante una de las grandes promesas de la música clásica en nuestro país. Ojalá su talento sea reconocido y apoyado también en España.

Ignorancia, creencia e increencia

Se equivocan quienes piensan que hay más ignorantes en el lado de los creyentes que en el de los increyentes. Ilustra bien esta equivocación lo publicado en el día de hoy por Javier Sampedro en el diario El País. Afirma, este científico de formación, que, ante la amenaza de la pandemia provocada por el coronavirus, «los líderes religiosos sensatos no están siguiendo su doctrina, sino los criterios de la ciencia» y que «cuando un tratamiento funcione, veremos obispos haciendo cola en los hospitales».

En ningún sitio dice el autor qué es eso que denomina «su doctrina», la cual, además, parece ser la misma en todas las religiones en lo que en materia de pandemias se refiere. La cuestión es que serán sensatos en la medida en que dejen de ser creyentes.

Tanta «poesía gongorina» para al final sacar a relucir la vieja acusación positivista de que la creencia es incompatible con la ciencia (con cierta bilis volteriana, incluida de paso, contra los obispos). Sin que falten las socorridas referencias a los grupos evangélicos integristas que se creen capaces de exorcizar virus, tumores y lo que haga falta y que piensan que las teorías de la evolución y la Biblia son incompatibles.

Que estos confundan magia, superstición o literalismo con religión, por desgracia va de suyo, pero que esa misma ignorancia la demuestre un divulgador científico es menos aceptable. Baste citar a Galileo (icono del positivismo decimonónico), quien recurría sin cesar a San Agustín para recordarnos que la religión no está para resolver problemas sobre el funcionamiento de la naturaleza: la intención del Espíritu Santo fue enseñarnos cómo se va al cielo y no cómo va el cielo. Hay cosas que no pertenecen al ámbito de la religión, como las hay que no pertenecen al de la investigación y experimentación científica (v. gr. la referida sensatez, deseable virtud que no hay forma de medir o sintetizar).

Por cierto, San Agustín, que por si alguno no lo sabe, es un pensador cristiano del siglo V, no vaya a ser que se diga que la religión acaba de «estrellarse contra el duro suelo de la realidad» y que tras sufrir durante «semanas una ducha de realidad para la que, tampoco ella, estaba preparada» ha decidido metamorfosearse para sobrevivir, como los principios de Groucho Marx.

Ignorantes e insensatos hay, por desgracia, tanto entre creyentes como en no creyentes de toda clase. Por eso conviene seguir trabajando, leyendo, aprendiendo y escribiendo, sin mala fe y falta de rigor, para que cada vez haya menos.

El Dios mascota

No crean que me refiero a aquellos que idolatran a sus animales de compañía (que los hay, y cada vez más). Me refiero a otro tipo de idolatría. La más dañina, en tanto que abunda entre los propios creyentes y nos pasa desapercibida. Aquella por la cual concebimos a Dios como una tierna e inofensiva mascota a la recurrir como vía de escape, desahogo y consuelo en momentos de dolor, soledad o tristeza.

Está claro que Dios no pasa de moda. En nuestra secularizada cultura occidental, la idea de Dios sigue siendo motivo de agitación dialéctica. Por eso continúa empleándose para construir llamativos titulares de noticias (que luego sólo refieren la cuestión muy de pasada): «Dios es una idea. No me interesa la pregunta sobre si existe o no», «No hay sitio para Dios en el Universo». Como siempre, la cosa va de cómo concebimos a Dios, creyentes y no creyentes.

Es una idea muy vieja afirmar que Dios es una idea.

Todavía hoy se discute en torno al famoso argumento de San Anselmo (siglo XI), ese que Kant bautizó injustamente como «ontológico» y que trataba de demostrar la existencia real de Dios a partir del análisis de la idea misma de Dios: «aquello mayor que lo cual nada puede ser concebido».

En el siglo XIX, Ludwig Feuerbach quiso construir un humanismo ateo poniendo el acento en que Dios no es más que una idea fabricada a través de un mecanismo de proyección psicológica. Es decir, que somos los seres humanos quienes hemos creado a Dios a nuestra imagen y semejanza, y no al revés.

Lo de Feuerbach tampoco es nuevo. Toda la Biblia es un relato de cómo los seres humanos no paramos de construirnos imágenes interesadas de Dios (ídolos) y cómo Dios interviene para ayudarnos a purificar esas ideas que nos hacemos de Él.

Por supuesto que Dios es un concepto de manufactura humana. ¿Qué concepto no lo es? La cuestión es cómo y a partir de qué construimos nuestros conceptos.

Desde el sano realismo que caracteriza su pensamiento, Santo Tomás de Aquino, en la Suma contra gentiles, advierte de que nuestra manera de concebir a Dios está muy condicionada por lo que nos han enseñado de niños. El Aquinate siempre nos recuerda que hay que ir a la cosa, a la realidad, a aquello que tratamos de alcanzar con nuestros conceptos. Porque una cosa es la realidad y otra diferente los conceptos que le aplicamos para intentar conocerla. Esto es lo que le hizo rechazar el argumento de San Anselmo y lo que hace igualmente cuestionable el argumento de Feuerbach: del análisis de la génesis de la idea de Dios no se puede concluir nada acerca de la existencia o inexistencia de aquello que refiere la idea.

Poco se acercará nuestra idea de Dios a la realidad de Dios si por medio de ella pretendemos domesticarle, controlarle y convertirle en una especie de ibuprofeno existencial. Es la tentación que tenemos los seres humanos en toda relación personal; nos pasa con Dios y también nos pasa con las personas que tenemos cerca y a las que queremos querer: creemos que, como son dignas de nuestro amor, deberían responder a nuestras expectativas.

Nuestra fe deja de ser fe cuando se vuelve egocéntrica y realizamos toda consideración sobre Dios exclusivamente desde el punto de vista humano, como si Dios simplemente existiera para mí, sólo en tanto que su existencia me resulte útil para algo. Sin embargo, sólo un Dios que no se limite a ser la respuesta a las profundas aspiraciones del ser humano podrá ser Dios y dar respuesta a dichas aspiraciones. La crítica de Feuerbach, curiosamente, resulta ser un verdadero antídoto contra esta idolatría que convierte a Dios en un entrañable mascota.

«No se preocupe, si no hace nada». Seguro que a muchos de ustedes se lo ha dicho alguna vez el dueño de una mascota la cual se les ha acercado más de lo tolerable. Mal asunto si presentamos a Dios de la misma manera. Tal y como advertía C. S. Lewis con su aguda y elegante contundencia, bueno no significa inofensivo.

El fin de año va a llegar

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Forma parte del imaginario gamberro el curioso incidente protagonizado por el escritor Fernando Arrabal en el programa de televisión española que en los años 80 conducía Fernando Sánchez Dragó. «El milenarismo va a llegar…» repetía en tono misterioso bajo la influencia del chinchón (bebida, no juego de naipes), según él mismo ha explicado tiempo después.

Al acercarse el final de un año más nos encontramos, de nuevo, resúmenes y reflexiones de lo acaecido en los doce últimos meses por doquier. Una querencia cíclica a la que subyace, curiosamente, todo lo contrario: la convicción de que la historia ha de tener alguna clase de sentido. Algunos, en tono parecido al de Arrabal, ponen el acento en un tenebroso final. Otros prefieren fijarse en aquellos aspectos en los que hemos mejorado y simpatizan con la idea del progreso continuo (muy recientemente Luis Ventoso y Manuel Calderón). Unos y otros parecen preguntarse: ¿a dónde nos conduce todo esto?

Todas las grandes religiones ofrecen un camino de salvación que supone un determinado sentido de la existencia. Cómo sea ésto entendido depende de cada religión. Pero todas coinciden en que la salvación se encuentra «al final». Las religiones dualistas buscan romper el ciclo de reencarnaciones. Las religiones monoteístas esperan la transformación de todo en una nueva y definitiva realidad: el denominado fin del mundo. El Apocalipsis.

Aunque este vocablo griego significa en realidad «revelación», se ha convertido en sinónimo de fin del mundo. Desde el punto de vista cristiano, el fin del mundo no consiste en la aniquilación o desaparición del mismo, sino en su plenitud. Ahora bien, cómo alcanzará el mundo dicha plenitud es algo que ha sido explicado en la Biblia a través de un género literario propio de un momento histórico muy determinado: el género literario apocalíptico. He aquí la razón de la resignificación del término.

Sucede, además, que, según este género literario, el triunfo definitivo del bien habrá de darse en el momento en que el mal haya alcanzado sus cotas más altas. He aquí la razón de la connotación de catástrofe y de resistencia a una prueba que lleva aparejado el término.

Es fácil comprender que, según el contexto histórico y social, las distintas generaciones de cristianos han imaginado -e imaginan- el fin del mundo de diferentes maneras. Ha habido períodos muy duros, llenos de dificultades, de acusada sensibilidad apocalíptica. Y otros momentos más optimistas donde el progreso experimentado ha sido interpretado como señal o anticipo de la plenitud anhelada. En este sentido, la esperanza cristiana tendrá que moverse entre el pesimismo paralizador y el optimismo ingenuo.

Hay quien dice que es más fácil creer lo malo que lo bueno. Tal vez ello se deba a cierto complejo por los Reyes Magos, es decir, al miedo a sentirnos defraudados. Sin embargo, una vida sin esperanza dificilmente podría ser una vida humana. Esta es la parte de verdad que podemos encontrar en los defensores de la idea ilustrada de progreso. Pero ello no debe llevarnos a perder de vista que, en ocasiones, habrá que esperar contra toda esperanza y que un bien alcanzado no está libre de pérdida.

¡Feliz y esperanzado 2019 a todos!

El misterio de lo conocido

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Probablemente, “Misterio” sea una de las categorías fundamentales para explicar la conducta religiosa del ser humano. Juan Martín Velasco define, precisamente, la religión como la actitud de reconocimiento del Misterio de lo divino que da sentido a nuestra vida y nos salva. Esta actitud de reconocimiento entraña una relación con Dios caracterizada, por parte del ser humano, como oblativa (de entrega confiada) y salvífica (saberse salvado).

El término misterio tiene otras acepciones diferentes a su uso religioso, lo que muchas veces origina equívocos. Por este motivo, hay quienes prefieren sustituirlo por otros conceptos, tales como arcano. Uno de los equívocos más frecuentes se produce cuando se identifica sin más “Misterio”, en su sentido religioso, con “desconocido”. Esto lleva muchas veces a imputar a Dios todos aquellos sucesos cuyas causas ignoramos, algo que tiene más de magia y superstición que de religión. Abdicar, de esta manera, del don de la razón que Dios nos ha dado es renunciar a lo que nos hace humanos y acaba engendrando ídolos, como el “God of the gaps” o “Dios tapa-agujeros”, que tanto obstaculizan la fe del hombre contemporáneo.

Santo Tomás de Aquino decía que Dios nos es a la vez conocido y desconocido. Creo que es una buena manera de expresar lo que se quiere decir con “Misterio” en la religión. Siguiendo la senda de la analogía que nos marca el Aquinate, podemos afirmar que algo parecido a lo que nos pasa con Dios, nos sucede con las personas. Sólo cuando tenemos la experiencia de la intimidad con alguien -que se nos regala a través de la amistad por medio del rostro, la acción y la palabra- es cuando tomamos conciencia de lo inaccesible de su interioridad. Sólo cuando conocemos bien a alguien es cuando experimentamos lo insondable e indisponible de su ser. Y si hay un momento en que esto se experimenta con cruda contundencia es cuando la muerte nos lo arrebata. Pocos lo habrán descrito mejor que C. S. Lewis en su texto sobre el duelo por la pérdida de su esposa: Una pena en observación.

La analogía de la relación personal es especialmente iluminadora en este sentido: sólo cuando tenemos experiencia del otro como otro, como sujeto y no como objeto, es cuando éste se me revela como misterio. Porque que el misterio se revele, no significa que deje de ser misterio. Al contrario, es lo que posibilita que lo experimentemos como tal. Pero del equívoco entre “revelar” y “explicar” hablaremos en otro momento.

Feliz día a todas las Martas.

La eutrapelia o que la diversión es cosa seria

Este año he tenido la oportunidad de asistir a varios actos académicos en colegios mayores de Madrid. Al final de los mismos, como manda la tradición, se entonaba el canto del Gaudeamus Igitur.

Mi reflexión más inmediata y superficial fue que, en general, las dotes para el canto no abundan en exceso en la comunidad universitaria. Por no mencionar que nuestros conocimientos de las lenguas clásicas son raquíticos o, incluso, inexistentes.

Pero, superada esta primera impresión, consideré que esta contradicción entre lo serio y formal del momento y el desenfado, e incluso descaro, que exhibe el himno universitario más universal (que no el primero), tal vez constituya una excelente metáfora del equilibrio que exige una vida buena. Una vida virtuosa que huye de los extremos. Y entonces me acordé: la eutrapelia.

Mejor que buscarlo en Wikipedia, es recurrir a las fuentes: Aristóteles, Séneca y, por supuesto, Santo Tomás de Aquino.

La eutrapelia es el nombre que dieron los clásicos al juego, la diversión, la risa,… vividos de forma sana, afable y equilibrada. Es decir, el buen humor, que siempre ha de ser humor del bueno (que no siempre el humor malo es malhumor).

Aristóteles habla de la risa como virtud en el capítulo 8 del libro IV de la Ética a Nicómaco. Lo es cuando, como toda virtud, está regida por la razón que evita que caigamos en los extremos: “Hay personas que, llevando al exceso la manía de hacer reír, pasan por bufones insípidos y molestos, diciendo a todo trance chistes y preocupándose más en hacer reír que en decir cosas aceptables y decentes que no ofendan a los que son objeto de su crítica”. Aristóteles nos habla así de lo que nosotros llamaríamos un payaso maleducado.

Séneca nos dice: “Te comportarás como sabio si sabes mostrarte afable sin perder el respeto ante los demás”.

Y Santo Tomás. Santo Tomás sabía que la diversión era una cosa muy seria. Hasta 173 veces la menciona en sus escritos, el triple que Aristóteles (si obviamos, claro está, el libro perdido que inspiró la novela El nombre de la rosa). Son hombres inmorales “aquellos que no profieren siquiera un chiste ni consiguen que los demás bromeen pues no toleran la gracia moderada de sus semejantes” (STh II-II, q. 168, a. 4).

La diversión, decía el Aquinate, es imprescindible para una vida buena, feliz y sana. Hoy diríamos, es un derecho, como con justicia reivindicamos para tantos niños que en el mundo se ven privados de infancia. Igual que la fatiga corporal requiere de descanso -nos advierte el santo- el juego y la fiesta constituyen un descanso necesario para el alma. Las ganas de juegos y fiestas no suelen faltar en los jóvenes (es propio de la edad, como proclama el Gaudeamus). Pero, para que la senectud no sea demasiado molesta, conviene tener presente lo siguiente: que la vida sea algo serio, no significa que deba ser aburrida; que la vida deba contar con momentos de diversión, no significa que tenga que ser frívola.

Bien podría decirse: dime qué clase de diversión disfrutas y te diré qué clase de persona eres.

Seamos alegres, bienhumorados y agradecidos y hagamos partícipes a los demás de ello. Hay motivos verdaderamente serios para estar alegres.

Las nuevas pedagogías y el traje nuevo del Emperador

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La analogía es muy sugerente, se la debo a una amiga profesora de secundaria. Todos aquellos que se dedican al mundo de la educación saben que está muy de moda esto de «las nuevas pedagogías», tanto que en algunos casos se acaba hinchando el asunto hasta el punto de generar una formidable burbuja. Surgen como setas expertos en nuevas pedagogías que declaran en tono revolucionario el fin de una decrépita manera de enseñar y el nacimiento de una nueva era pedagógica. Curiosamente, muchos de ellos (demasiados) no han pisado un aula como docentes en su vida, tal vez piensan que así salvaguardan la objetividad propia del científico.

Proliferan los cursillos sobre técnicas y rúbricas, neurociencia y competencias, y alguno en pleno éxtasis neopedagógico proclama la muerte del conocimiento: ¡los contenidos no importan, los tenemos a un click, lo que importa es saber usarlos!. Es el peligro del maniqueísmo que suele entrañar toda revolución. Al final siempre acaban rodando cabezas. Y en este caso, ni más ni menos que la cabeza del conocimiento, al que imprudentemente han confundido con la información (que, en todo caso, también tiene derecho a vivir).

Sospecho que detrás de estas altas dosis de insensatez se encuentra una desmedida admiración por la mal llamada «inteligencia artificial» (sobre la que en otra ocasión habré de decir algo). No es la primera vez que, en una pirueta alquímica, forzamos una analogía hasta convertirla en identidad al tratar de explicar al artífice a partir del artefacto (ya Descartes quedó deslumbrado por los autómatas). Así que bien podríamos decir: ¡es la antropología, estúpido!.

Ciertamente, la cuestión fundamental que se está ventilando en el fondo es cómo concebimos al ser humano. Ya el bueno de Santo Tomás nos dijo que al conocer se forma nuestro ser. No somos ordenadores que se programan, somos personas que se forman. No buscamos conocer simplemente para hacer, sino para ser, porque estamos necesitados de sentido (los fenomenólogos lo explican diciendo que los seres humanos no tenemos entorno, como los animales, sino mundo).

Hace no mucho tiempo el tema de moda en los centros educativos fue la interioridad. Tal vez este aspecto esté siendo relegado o, como todo lo demás, reducido a una mera «gestión» de las emociones. Sería una pena, pues permitía tomar en consideración dimensiones profundas del ser humano.

Ser esclavo de las modas es peligroso, pero cuando se trata de la educación de las personas, lo es especialmente. Algunos centros educativos parecen haberse embarcado en una enloquecida carrera por ver quién emplea los métodos más vanguardistas, y al final todos acaban haciendo lo mismo, aquello que a cada momento impera en el mercado, cayendo en una empobrecedora uniformización. Las diversas tradiciones católicas que inspiran tantos centros educativos en España pueden ser un importante revulsivo para esta situación si logran proponer de manera actualizada aquello que su carisma puede aportar de específico al ámbito de la educación hoy. Desde la espiritualidad dominicana que me sostiene, creo que hay, al menos, dos elementos que podemos aportar: el rigor en la reflexión y la formación teológica de los jóvenes y el cultivo de las denostadas humanidades.

Europa que a sí misma se atormenta

Europa Heautentimorumene, es decir, que míseramente a sí misma se atormenta y lamenta su propia desgracia es el título del discurso pronunciado por Andrés Laguna, médico humanista segoviano, en la Universidad de Colonia el 22 de enero de 1543. Dicho discurso ha sido bellamente llevado a escena por la compañía teatral Nao d’amores capitaneada por la dramaturga Ana Zamora. Encomiable es la labor de recuperación, estudio y recreación de la herencia y tradición literaria pre-clásica que desempeña dicha compañía.

La Europa de la que habla Andrés Laguna no es igual a la Europa cuyo día celebramos hoy, 9 de mayo. Pero es una antepasada de la misma no tan lejana como pudiera parecer. Andrés Laguna intenta con su discurso sacudir las conciencias de los príncipes cristianos que, en su lucha fratricida, desgarran y desangran a una Europa que no invoca como mero espacio geográfico o político, sino como civilización, como comunidad de valores. Civilización y valores enraizados en la cultura clásica y en el cristianismo.

Como una oveja que, tras haber amamantado lobeznos, es por ellos devorada y despedazada: así se ve a sí misma Europa, en palabras del humanista. Cuando escribe este discurso aún conserva la esperanza de que es posible recuperar la concordia. De que, por encima de las diferencias, es posible la convivencia. Esperanza que el emperador Carlos V también albergó pero que -como en él- acabó desvaneciéndose. Había muchas ambiciones políticas de muchos gobernantes sobre el tablero, ambiciones que pasaron por encima de personas y de creencias religiosas. Arma poderosísima el odio religioso como para vencer la tentación de utilizarlo en propio beneficio. Porque, para las gentes de aquella época, todavía Dios no había sido reemplazado por la patria.

Conviene dar a conocer y reflexionar la historia de Europa. Para la época actual, yo diría que especialmente el siglo XVI y el siglo XX. Europa no podrá crecer cortándose sus propias raíces ni olvidando su biografía.

El Alcázar y el inquisidor

Si les pido que piensen en el Alcázar de Segovia, ¿qué es lo primero que se les viene a la cabeza? Supongo que torres de tejados cónicos afilados, armaduras, hermosas vistas, bombardas… la Inquisición española… ¿La Inquisición española? Suena extraño, verdad. Sin embargo, alguien en la tienda que el Alcázar alberga en su interior pensó que sería un buen reclamo turístico. Junto a los libros sobre la historia de la monarquía española y los castillos de España encontré, en una reciente visita al Alcázar, un atlas ilustrado de la editorial Susaeta titulado «La Inquisición en España».

No es de extrañar. Por desgracia forma parte del imaginario popular asociar Edad Media española con Inquisición. Luego nos quejaremos de que en el exterior nos ven como un país de negro pasado y presente sombrío, pero claro: somos los primeros en comprar toda leyenda negra que se inventa contra nosotros.

Henry Kamen, entre otros, nos ayudó a tomar conciencia de que la Inquisición católica en España no fue la peor de las inquisiciones religiosas, ni siquiera la peor de las instituciones represivas -lo cual no significa, evidentemente, que fuera buena. Pero eso no tiene morbo y no vende. Supongo que si fuéramos escoceses o ingleses seríamos más astutos y, en vez de hacer propaganda de los episodios más negros de nuestra historia, en nuestros castillos venderíamos libros sobre fantasmas o romances medievales. Nosotros, en cambio, animamos a los turistas a llevarse de recuerdo una muñeca de plástico vestida de sevillana o el monigote de un inquisidor, a ser posible representado con el hábito de la Orden de Predicadores, claro. Y viva la Marca España.

Con todo mi respeto a la editorial Susaeta, creo que los responsables de la librería del Alcázar harían bien en ofrecer libros de historia más solventes y rigurosos que no confundan –como también hizo wikipedia durante mucho tiempo hasta que alguien lo corrigió– una ordalía con una quema de libros.