¿Celebrar la vida o celebrar la muerte?

Soy de esas personas a las que no les gusta Halloween. La verdad es que no sé si somos muchos o pocos, pero tampoco me preocupa demasiado.

Es curioso ver cómo esta celebración norteamericana se ha ido introduciendo en nuestra sociedad poco a poco hasta el punto de convertirse en algo de lo más natural. Si hace veinte años nos hubiesen contado que llegaría a ser algo tan ordinario (a veces en todas sus acepciones) como celebrar Fin de Año, no lo habríamos creído.

Los de mi generación conocíamos esta fiesta gracias a las películas norteamericanas, especialmente por los films de terror de factoría estadounidense, de variada casquería y ensangrentadas motosierras. Y nos parecía algo tan yanqui, y ajeno, como el tío Sam, el 4 de julio o el Día de Acción de Gracias. Hoy es motivo de celebración en colegios, salas de fiestas, programas de radio y televisión, comercios y restaurantes, etc. Es difícil no verse sumergido en su tétrico ambiente vayas donde vayas. Incluso en pueblos pequeños ya es normal encontrarse, en esta fecha, a grupos de niños disfrazados de matarifes y pastelerías con dulces que imitan miembros amputados u órganos extirpados.

¿A qué se debe el éxito de esta truculenta tradición norteamericana en países como el nuestro?

No cabe duda de que se juntan, al menos, dos ingredientes poderosos: la maquinaria comercial estadounidense, que constituye una potente correa de transmisión del american way of life, y la muerte, uno de los grandes misterios al que nos enfrentamos los seres humanos. Añadan a la receta la lógica consumista y el carácter no confesional de la fiesta de Halloween y parece que la ecuación sale.

Dicen los antropólogos que cuando tomamos conciencia de la realidad de la muerte se produce en nosotros un shock existencial, un punto de inflexión, que hace que la vida cambie completamente su significado. Ya nada vuelve a ser igual porque nos damos cuenta de que todo lo que vivimos no volverá; cada momento adquiere valor porque es único. La vida se nos revela finita y la instintiva visión cíclica que poseemos en los primeros años de la infancia se desvanece al descubrir que mis seres más queridos morirán, y que yo, también, algún día dejaré de existir.

Hay muchas formas de relativizar la muerte; y no todas suponen, ni mucho menos, una creencia en el más allá o en Dios (una cosa no implica necesariamente la otra). Pero relativizar tampoco significa, necesariamente, ser cínico o frivolizar y no tomarse el asunto en serio. Lo que parece claro es que nuestra manera de enfrentarnos existencialmente (no en teoría) a experiencias relacionadas con la muerte determina nuestra manera de estar en la vida. El Satiricón nos narra con toda claridad un ritual común en los opulentos banquetes que celebraban las clases altas de la antigua Roma (ritual que parece que también debió de darse entre egipcios y griegos): la exhibición ante los comensales de la figura de un esqueleto humano, fabricado con el mayor realismo posible, mientras el anfitrión proclamaba lo efímero de nuestra existencia y les urgía al disfrute. Esta teatralización ayudaba a grabar con más fuerza en su interior una manera de concebir la muerte y, en consecuencia, una manera de entender la vida.

Washington Irving, que contribuyó a configurar, sin saberlo, dos de los imaginarios más potentes que los estadounidenses han exportado (Papá Noel y Halloween), merecería ser nombrado patrón del marketing. Dudo mucho que nadie haya sido capaz de crear hasta ahora productos de mayor éxito. En cualquier caso, lo que está fuera de duda es su genialidad literaria. Y, también, que estos productos han evolucionado incorporando muchos elementos. En Halloween ha cristalizado una manera de entender la muerte unida al terror, al miedo, a la angustia, a la violencia, a lo morboso… en resumen: a la iniquidad.

¿Por qué celebrar Halloween? ¿porque resulta divertido disfrazarse para asustar, contar historias de miedo, salir de fiesta y reírse de los propios miedos? Creo, en mi humilde opinión, que si solo fuera eso, Halloween no habría tenido tanto éxito. En Halloween subyace una manera de concebir la muerte, tal y como he mencionado. De ahí la fuerza de atracción de su simbolismo; como la que ejercía el esqueleto de madera de El Satiricón. La cuestión es si esa concepción implícita de la muerte (y, no lo olvidemos, de la vida) que contribuye a grabar en nuestro interior Halloween ayuda a crecer en humanidad.

¡Feliz Navidad!

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No se me ocurre mejor día para comenzar la andadura de este blog. Esta noche los cristianos celebramos el Misterio central de nuestra fe: la Encarnación. Por amor al ser humano, Dios se hace uno como nosotros en una persona: Jesús de Nazaret.

Como otras veces, nuestra celebración viene acompañada de mucho ruido que puede hacer difícil que escuchemos la Palabra hecha susurro en un pesebre de Belén.

Hay personas que le tienen cierta manía al cristianismo, al que identifican, a causa de malas experiencias personales o simple pereza intelectual, con todo lo malo de la cultura Occidental. El pretexto de la laicidad les sirve para querer desterrar de lo público costumbres de origen cristiano, como la bella tradición de los belenes que le debemos al gran San Francisco de Asís.

Resulta curioso que se quiera purificar determinadas tradiciones de su contaminación religiosa. Dicen que pueden ofender a los que no comparten las creencias que están en su origen: «tradiciones sí, pero que no sean cristianas, por favor». Como si para ser un diestro belenista o disfrutar de dicho arte hubiera que ser cristiano. Imagino que el paso siguiente será purificar el Museo del Prado de la huella de nuestra fe. De ser así, se van a ahorrar mucho espacio. Quizás sea por aquello de que del pasado hay que hacer añicos. El día que se enteren de que cosas como el Carnaval, San Nicolás (alias Papá Noel) o el abeto de Navidad tienen origen cristiano, o de que felicitar el solsticio de invierno y celebrar Halloween también tiene un origen religioso, aunque pagano…

Lo que sucede es que no es pasado, y de ahí la polémica. Nuestra celebración está de plena actualidad (que hablen de nosotros aunque sea bien, como decía Unamuno). Siempre es una ocasión para explicar al que verdaderamente quiera escuchar.

Aunque algunos de aquellos a los que les resulta antipático el cristianismo no pueden resistir la tentación de buscar adeptos para su rechazo. Tienen sus propios apologetas, los cuales parecen haberse quitado un peso de encima al enterarse de que los evangelios de la infancia son esencialmente simbólicos y que la fecha de la Navidad es probablemente una fiesta pagana. Todavía no se han enterado bien de las leyendas apócrifas que pueblan los belenes, ni de que los evangelios están escritos en griego en lugar de en latín, ni de la diferencia que hay entre las religiones mitológicas y las históricas. Pero van por buen camino. Ahora nos será más fácil hablar de lo verdaderamente importante.

Como todo, esta obsesión tiene su lado bueno. Nos ayuda a los cristianos a recordar qué es lo que verdaderamente celebramos con inmensa alegría: que Dios nos ama más allá de lo comprensible, a todos, también a aquellos que tienen esa imagen tan negativa del cristianismo. Pidámosle, por esto mismo, que con nuestra conducta no seamos, como tantas veces hemos sido, motivo de escándalo. A todos, sin distinción, ¡feliz Nochebuena, feliz Navidad!