Tomárselo con filosofía

Hoy termina la feria del libro de Madrid. La semana que mañana comienza será tiempo para la evaluación de resultados: más o menos ventas que en ediciones anteriores, mayor o menor afluencia de público, libros y tipos de libros más vendidos… De lo que estoy seguro es que en pocas ediciones habremos pasado tanto calor como en esta. Desde que hace unos cuantos años por fin dejó de ser una vulgar «feria» para hacer honor a su ilustre apellido, una vez más puedo decir que ha merecido la pena recorrer ese atrayente pasaje de exhibición y degustación de la palabra escrita.

Me he traído a casa -entre otros- a dos autores bien distintos y, precisamente por eso, su lectura contrapuesta me está resultando sumamente sugerente: nuestro Eduardo Mendoza, reciente premio Cervantes, y Edward Osborne Wilson, el conocido biólogo padre de la Sociobiología.

«En mi opinión, el abandono de las humanidades en los planes de estudio causa un mal irreparable a los estudiantes que ellos y la sociedad pagarán con creces si no lo están pagando ya».

«Es algo que exige un contacto íntimo con la gente y el conocimiento de un sinfín de historias personales. Ilustra cómo un pensamiento se traduce a un símbolo o a un artefacto. Eso es lo que hacen las humanidades. Son la historia natural de la cultura, y nuestro patrimonio más privado y preciado».

Les dejo que jueguen a adivinar con cuál de ellos se corresponde cada una de estas dos citas. Lo interesante es que, por razones distintas, el literato y el científico coinciden en defender la importancia de las humanidades.

Un buen amigo, ingeniero y profesor en la Universidad del País Vasco, suele decirme que el problema que tenemos los que trabajamos en el campo de las humanidades es que nos vendemos muy mal, que sólo sabemos lamentarnos de lo poco que se valoran y tienen en cuenta nuestras disciplinas, que invertimos demasiadas energías en quejarnos en lugar de esforzarnos en mostrar los beneficios del cultivo del arte, la historia, la filosofía o la filología. Quizás tenga razón. Diríase que hacemos un pésimo «marketing», y eso a pesar del empeño que ponen las universidades (especialmente las privadas, por la cuenta que les trae) en «vender» la utilidad de sus facultades, secciones o departamentos de humanidades correspondientes. El problema está en que la mayor parte de las veces intentamos venderlas como lo que no son.

Por la parte que me toca, la filosofía, encontrarán a algunos que prometen que su «consumo» hará que su empresa produzca más y mejor, no necesitará pagarse un psicólogo, mejorará su gestión en recursos humanos, será más persuasivo, … ¿Se acuerdan de los sofistas y Sócrates? Pues eso.

Steven Weinberg, premio nobel de física, confiesa en una de sus obras que cuando tenía que defender el gasto en investigación solía poner el acento en la esperanza en que un mejor conocimiento de la naturaleza traería insospechadas aplicaciones técnicas futuras que harían nuestra vida mejor. Como físico teórico, sus motivaciones eran otras, pero debía omitirlas y presentar razones que convencieran a los políticos a quienes se dirigía. Así que no niego la bondad de la intención de quienes tratan de salvar la presencia de la filosofía en el ámbito académico convirtiéndola en una herramienta al servicio de beneficios, llamémoslos, colaterales. Pero para esos menesteres existen herramientas más útiles que la filosofía, con lo que esta estrategia argumentativa acaba siendo contraproducente.

Y qué diremos del trato dado a las humanidades por los políticos, sean del signo que sean, y sus leyes educativas. Por no hablar de los famosos informes PISA: pregúntenle a un joven universitario estadounidense o británico quién era Descartes, qué es una metonimia o el nártex de una iglesia, a ver quién es el ignorante.